domingo, 3 de abril de 2016

María

María
dos válvulas en la cabeza María
una placa de metal María
cirugía
intervención
38 puntos de sutura en el cuerpo de María
pobre cuerpo pequeño
cicatriz que atraviesa a María
de lado a lado explica el padre de María
en la línea B María
en brazos de su madre María
en la boca de su padre María
que habla de eso que para él es
de sus operaciones
de sus válvulas
de su pobre vida
mientras María duerme
(no escuches María
por favor no escuches)
María succiona el aire
(no habrá leche para vos María)
ciento veinticinco pesos
para que María duerma esta noche
la cara sin expresión de la madre
el padre que señala a María
la gente que la mira
yo que bajo la mirada
de vergüenza
por la vida de María
por lo pornográfico del encuentro
el padre que enumera a María
a la María objeto de consumo
como si estuviera en venta
como si valiera más
por cada válvula
cada placa de metal
cada punto de sutura
la madre que exhibe a María
remera levantada María
para que se vean sus cicatrices
cabeza rapada María
para que se vean sus marcas
María y sus brazos flacos
María y sus piernas desnutridas
María y tantas cirugías
un cuerpo doloroso el de María
lleno de heridas
como parches de una historia mal parida
¿qué hay del hospital que te dejó ir así?
¿de un Estado que te opera y te olvida?
¿qué hay de esta sociedad María?
¿de esta sociedad de mierda María
que también te usa María
para lavar sus culpas
por la módica suma de diez pesos María?
¿qué hay de Dios si existe María?
Repito tu nombre mil veces María
para no olvidarte María
(no es posible olvidar esos minutos María)
para que alguien te nombre María
para que seas niña María
una pequeña vida María
un cuerpito hecho de historias María
para que alguien te mire María
para que vea tus ojitos María
para que te vea persona María
para que no vea tus órganos disfuncionales María
para que vea tus manitos María
para que alguien te arrulle esta noche María
para que tu nombre resuene en las conciencias María
para que dejen de nombrarte como mercancía

María...

domingo, 27 de septiembre de 2015

Dejar ir (se)

Se había acostumbrado a verlas partir, reviviendo ese ritual cadadosportres: se quedaba parado como detenido en ese instante en que lo irremediable sucede: ellas lo dejaban o, más bien, él se encargaba de dejarse dejar. Las miraba irse y no se movía hasta que ese-punto-que-era-cualquiera-de-ellas desaparecía para siempre. Y en esa cómoda manera de amar sin amar estaba, cuando la conoció. Por primera vez en su vida sintió que se encontraba frente a una mujer a la que no quería perder de vista. A la que no quería perder. A la que no quería quitarle los ojos de encima. A la que no quería quitarse de encima. A la que quería quitarle las dudas y las ropas. A la que quería.
Y la amó en cuartos de hotel, en bancos de plaza, en viejas carreteras. La amó debajo de las sábanas y sobre la mesa. La amó en sus sueños y al despertar. La amó con cada partícula de su cuerpo y en cada rincón de sus pensamientos. La amó con esa incómoda manera de amar amando.
Pero una mañana, cuando abrió los ojos, notó que ella continuaba a su lado, perdurando a pesar del maldito transcurrir de los relojes. Maldita la hora. Maldita la costumbre. Maldita permanencia. Maldito miedo. Maldito dolor en el pecho. Maldito nudo en el estómago. Maldita forma de amar que nos vuelve tan vulnerables. Y se desperezó ¿desesperó? preguntándose qué hacía ella todavía ahí, preguntándole qué hacía ella todavía ahí. Y ella no pudo hablar, porque esa mirada le disparó a quemarropa, porque sabía que él no buscaba una respuesta que lo convenciera, porque tenía la certeza de que él le estaba exigiendo que se fuera. Esa mirada penetrante. Ese silencio ensordecedor. Ese adiós impronunciable. Ese dejar ir (se) del que se queda. Ese no volver de la que se va.
Y otra vez el ritual que se repetía. Pero esta vez, estando ahí parado, inmovilizado, mirándola alejarse, él descubría que la vida, su vida, se había visto reducida a un sinfín de despedidas, de adioses, de hasta luego, de nos vemos pronto, de si te he visto no me acuerdo, de portazos que lo dejaban boquiabierto sin poder pronunciar palabra. Y siempre (o por primera vez) lo invadía el mismo deseo de rebelarse y gritar: “¡no te vayas! ¡quedate conmigo! ¡no me dejes!” Pero no se rebelaba. No gritaba. Se quedaba solo. Otra vez solo, deseándola, sin-hacer-nada-para-traerla-de-vuelta.

viernes, 17 de julio de 2015

Romper a mamá

La rompió a mi mamá, dijo esa mañana al llegar al jardín. Cuatro años y ya lo sabía: su mamá representaba un objeto más de la casa, un objeto que papá podía destruir, que podía quebrar... entonces mamá se ponía como si fuera un bebé y papá la seguía golpeando. A mamá le dolía menos, así, tan chiquita, tan flaca, tan apocada, a mamá le dolía menos, pero a sus cuatro años le dolían los oídos de escuchar tanto grito, tanto ruido de vidrios rotos, de madera quebrándose, de huesos contra el piso, contra la pared, arrojados a su suerte. Él y sus hermanas arrojados a su suerte, desamparados, dejando de hablar para no decir lo que su madre calla, lo que su madre niega, lo que su padre oculta, lo que su padre amenaza. Los golpes, los sollozos, los perdones, el llanto contenido, la furia contenida, los gritos en la escuela, el dolor en todo el cuerpo, en sus pequeños cuatro años de vida desfigurada.

Rompió la cama y la rompió a mamá. Así de simple, así de complejo. Cuatro años y descubría que su mamá podía romperse, podía ponerse morada, desamorados los tres, él con sus cuatro años, sus hermanas con sus pañales y sus chupetes. Su madre golpeada, su madre pidiendo ayuda. Pero también su madre fingiendo, su madre maquillada para seguir tapando. Y sus cuatro años destapados, desesperados, con palabras inentendibles, con mamarrachos en el papel. Y papá que sigue en casa, que lo peina con fuerza, que le pega en el estómago, que lo saca desabrigado. Y mamá que oculta la verdad, que oculta el miedo, que oculta los brazos llenos de marcas. Y papá que muestra su fuerza mientras desparrama a mamá por el suelo. Y sus cuatro años que gritan fuerte, que se tapan los oídos, que cierran los ojos sin poder impedir que las lágrimas broten. Y sus hermanas que no hablan, que no pueden pedir ayuda.

Partió la cama por la mitad y la rompió a mamá. Y los vecinos que escuchan, que golpean la puerta, que llaman a la policía. Y su madre que lo denuncia, y los golpes que paran, y el cuerpo que sigue temblando, y papá que pide disculpas, que no va a volver a pasar, que fue la última vez, y mamá que escucha, y mamá que baja la cabeza, y mamá que cree, y mamá que puede volver a romperse, y sus cuatro años que quieren a papá pero le tienen miedo, y sus cuatro años que no pueden correr ni escaparse, y sus cuatro años que amurallan las palabras para no decir nada, para que papá no lo rompa a él ni a sus hermanas, para que mamá junte sus pedacitos, y sus cuatro años que rezan para que papá no vuelva a golpearla, que prometen portarse bien para no enojar a papá. Y su papá que jura, que esta vez llora, que ahora sonríe a mamá, que les hace regalos, que los acaricia, que les habla bajito. Y mamá, otra vez rota y papá, otra vez en casa.   

domingo, 3 de mayo de 2015

Entremezcladas

A veces tenía la sensación de que éramos una sola cosa. Entonces no sabía si ella era yo o yo era ella, o tal vez ninguna, o tal vez otra. Se me había impregnado, como se impregnan en la piel las cosas definitivas o definitorias. Y cuando me miraba al espejo, cual cicatriz, ella aparecía y se jactaba de su permanencia, en el espejo o en mí, tal vez de mí en ella. Estábamos ahí, frente a frente, o ella dentro mío, o yo en su interior, tal vez recubriéndome, tal vez llenándola. Estábamos ahí, desde hacía un largo tiempo, tal vez meses, tal vez años, tal vez segundos de infinito silencio. A veces sentía lástima por ella, o por mí, tal vez por ambas. Pena de tanto penar, dolor de tanto duelar la vida, tristeza de tanta triste melancolía. Otras veces sólo odio, por ella, o por mí, tal vez por nuestra mutua compañía y este maldito reflejo y esta desgarradora sombra y esta oscuridad desencajada. Ella consumiendo el deseo que me quedaba, yo cerrándole las ventanas al amanecer, ella carcelera de mis lágrimas, yo contralor de su sufrimiento, o tal vez una apagando a la otra, otra reprimiendo a la una, tal vez las dos suspirándonos, desapegadas de recuerdos felices.    
A veces tenía la sensación de que éramos una sola casa. Entonces no sabía si ella me albergaba a mí o yo a ella, o tal vez las dos deshabitadas, o tal vez las dos deambulándonos. Se me había instalado, como se instalan en el cuerpo ciertos virus o temores. Y cuando intentaba desalojarla, se encerraba en sí misma, o en mí, o en todas las que éramos. Estábamos morándonos, juntas y a solas, tal vez abandonadas a nuestra propia suerte, tal vez desamoradas de los otros. Convivíamos, como lo hacen quienes se eligen para no sentirse desamparados, o para encontrarse con alguien que los mire, o simplemente por compromiso, cuando comprometerse no es quedarse por obligación ni por rutina o sí. A veces nos consolábamos una a la otra y nos (en)cubríamos de los fantasmas que nos visitaban, los suyos, o los míos, o tal vez los que hicimos nuestros o nos hicieron suyas. Otras veces sólo nos acompañábamos, para sentir que éramos más que únicamente nosotras en la cama, en el cuerpo, en casa. Ella encarnándose en mí, yo acariciándonos los rostros, ella conquistadora de mi superficie, yo líder de sus demarcaciones, o tal vez una prisionera de la otra, y entonces ella mi máscara o tal vez yo, máscara suya.      

Ilustradora: Samanta Tello

martes, 28 de abril de 2015

Aprendizajes

Y cuando lo vio por primera vez, lo supo, acostumbrada a lo inalcanzable, que había algo peor que esos amores imposibles que cortaban su respiración, y cercenaban sus ansias, y la hacían sentir así de insignificante frente a este nuevo él que la miraba desde lejos. Lo supo y se estremeció y quiso ponerle palabras y quizás hasta compartirlo con él que ahora se acercaba hacia donde ella estaba. Supo que había algo peor que verlo pasar, que sentir que cuando creyera tenerlo entre sus brazos él se le escurriría, que se iría sin explicaciones, que una mañana cualquiera le diría lo que ella sospechaba: que nunca la había amado, que una noche sin mediar palabras la dejaría por otra. Hubiera querido decírselo, asegurarle que conocía cómo y cuándo los sentimientos por fin se esfumarían, como una brisa para él, como un maldito viento huracanado para ella. Hubiera querido pero no pudo, porque la boca se le puso pastosa, porque no encontraba forma de ser elocuente, porque sus latidos eran tan fuertes que no podía prestar atención a otra cosa, porque él se mostraba detrás de la sonrisa más cautivante que jamás le haya sonreído, porque esos ojos por primera vez la encontraban a ella. En ese momento lo supo y lo confirmó los días posteriores, peor que el amor imposible era este amor correspondido que hoy la cuestionaba, la nombraba, la llamaba a atreverse o la hundía en todos sus miedos y la abrazaba a todos sus fantasmas, como para aferrarse a ellos, como para no amarlo a él. Supo que peor que cualquier amor imposible era este amor que la sacaba de la comodidad de lo dolorosamente conocido, que la arrancaba de ese no ser amada que tanto le costaba. Es que ella no sabía dejarse amar, porque nunca se lo había permitido, ni a ella ni a los ellos que lo habían intentado fallando una y otra vez. Ella elegía a los otros ellos, a los que no la querían, a los que la ilusionaban y se iban. Ella elegía a los que se iban porque no sabía qué hacer con ella misma si alguno se quedaba. Pero entonces lo vio y lo supo. Supo que él no iba a irse. Supo que él no iba a dejarla ir. Supo que ella ya no iba a poder escapar, porque no quería, porque lo quería, aunque temblara de miedo, aunque no supiera cómo hacer para no ahuyentar al amor. Supo que a lo que tanto le temía era a cerrarle la puerta a la imposibilidad, y con él comenzaban a abrirse todas las ventanas que ella mantenía ocultas en su interior. ¡Temerle a una misma!, lo decía y le parecía absurdo, pero qué era acaso el querer aplacar este estremecimiento en su cuerpo, en sus entrañas y sobre todo, qué era esta desconfianza a sostener la mirada por primera vez. ¡Temerle a vivir!, lo repetía y se le erizaba la piel, pero qué era entonces este autoimpedirse sentir, querer, darse, qué era esta necesidad de tener todo fríamente calculado. ¡Tanto temor! ¡Tanto dolor! ¡Tanto rechazar las caricias que la dejaban sin aliento! ¡Tanto de irse y tan poco de quedarse! Entonces lo vio y lo supo, tan claramente, tan en su oscuridad, era a él a quien le temía, o a ellos dos juntos, o a esta posibilidad tan real de un nosotros a pesar de ella sola. Supo que él iba a quedarse, que ella ya no huiría, que no había estrategias ni fórmulas ni manual de instrucciones que le aseguraran una vida sin riesgos ni heridas ni teléfonos que no volvieran a sonar. Supo que no quería seguir preservándose de sentir, que no podía seguir escondiéndose, porque de aquella transparencia inocultable nacía esta forma tan misteriosa de quererlo. Y supo que ahora, o por fin, eran sólo ella y él, él y ella, frente a frente, desnudos, expuestos, vivos, íntimamente vulnerables.

domingo, 12 de abril de 2015

A medias

Yo te proponía un amor sin medias, con los pies helados, con tus pies mezclados con los míos para entibiarlos, para reconocernos, para bajar la guardia y dejar que te quedes, para bajar a la tierra y decidir quedarte, para demostrarnos que podíamos seguir siendo libres aún cuando estuviéramos así de enredados. 
Vos me ofrecías un amor a medias, con el quizás como bandera, con el tal vez como excusa o pretexto o causal de futuros desencuentros, para comprometerte de a ratos, para dejarme ir cada tanto, para acercarnos sólo cuando algún pensamiento te guiara de nuevo a mí dejándonos así de confundidos.
Yo elegía tu amor, pero no a cualquier precio. No lo quería desteñido ni en cómodas cuotas. No me conformaba con que la excepción en mi vida fuera tu presencia, con que la regla fuera buscarte y quedarme vacía. No te quería así, no me alcanzabas, no podía sostener esta mentira que éramos sin ser.  
Vos preferías tu libertad, escogías el deseo que nunca se concretaba y entonces nos mantenía unidos pero alejados, mitad amándonos mitad dejándonos. Vos no podías quererme, no del todo, no sin deshojarme, no sin dejarme sola, no sin quedarte fuera de mí, no sin irte.
No supimos o no quisimos, no nos encontramos o nos huimos, no dijimos o no pudimos, no nos quedamos o no estuvimos. No nos quisimos, tal vez. No nos arriesgamos. Los dos perdimos. Los dos ganamos. Fuimos palabra o silencio profundo. O no fuimos nada. O nos fuimos solos, sin palabras sin silencios deshechos de nada, descalzos, amputados del otro, anegados de dolor, muertos de vida.  

viernes, 13 de marzo de 2015

Un adiós

Es un adiós. Un adiós que puedo pronunciar sin tener frío, que logro decir sin que me tiemble la voz, que consigo escuchar sin que me duelas. Es un adiós. Un adiós que grito o susurro o pinto en las paredes para que te enteres, para que me creas, para dejar de quererte. Es un adiós. Un adiós que recito de memoria porque siento haberlo repetido infinidad de veces, porque recuerdo haberlo dicho en cada penúltima despedida. Es un adiós. Un adiós que te dejo, que me alejo, que te obsequio para que lo guardes o lo tires o te olvide. Es un adiós. Un adiós acallado que hoy te escupo por primera-enésima vez para liberarnos, para irme, para que no te quedes. Es un adiós. Un adiós llorado, ultrajado de tanto desdecirme, guardado por años por temor a perderte, a sentirme sola, a seguir sin tu ausencia. Es un adiós. Un adiós maduro que nombro, que espero de vuelta para que no me retengas, para que no me ates, para que no regreses. Es un adiós. Un adiós con espinas, pero por fin el último, el necesario, el postergado, el definitivo. Es un adiós. Un adiós con todas las letras, escrito en mi mano, grabado en tu boca, desalojado de mis entrañas para despedirme, despedirte, despedirnos. Es un adiós. Un adiós sin peros, sin malos entendidos, sin entrelíneas, sin volver a saber de vos, sin extrañar lo que no fuimos. Es un adiós. Un adiós, amor, un adiós sin final feliz y sin puntos suspensivos.