Y
cuando lo vio por primera vez, lo supo, acostumbrada a lo inalcanzable, que
había algo peor que esos amores imposibles que cortaban su respiración, y
cercenaban sus ansias, y la hacían sentir así de insignificante frente a este
nuevo él que la miraba desde lejos. Lo supo y se estremeció y quiso ponerle
palabras y quizás hasta compartirlo con él que ahora se acercaba hacia donde
ella estaba. Supo que había algo peor que verlo pasar, que sentir que cuando creyera
tenerlo entre sus brazos él se le escurriría, que se iría sin explicaciones,
que una mañana cualquiera le diría lo que ella sospechaba: que nunca la había
amado, que una noche sin mediar palabras la dejaría por otra. Hubiera querido
decírselo, asegurarle que conocía cómo y cuándo los sentimientos por fin se
esfumarían, como una brisa para él, como un maldito viento huracanado para ella.
Hubiera querido pero no pudo, porque la boca se le puso pastosa, porque no
encontraba forma de ser elocuente, porque sus latidos eran tan fuertes que no
podía prestar atención a otra cosa, porque él se mostraba detrás de la sonrisa
más cautivante que jamás le haya sonreído, porque esos ojos por primera vez la
encontraban a ella. En ese momento lo supo y lo confirmó los días posteriores, peor
que el amor imposible era este amor correspondido que hoy la cuestionaba, la nombraba,
la llamaba a atreverse o la hundía en todos sus miedos y la abrazaba a todos
sus fantasmas, como para aferrarse a ellos, como para no amarlo a él. Supo que
peor que cualquier amor imposible era este amor que la sacaba de la comodidad
de lo dolorosamente conocido, que la arrancaba de ese no ser amada que tanto le
costaba. Es que ella no sabía dejarse amar, porque nunca se lo había permitido,
ni a ella ni a los ellos que lo habían intentado fallando una y otra vez. Ella
elegía a los otros ellos, a los que no la querían, a los que la ilusionaban y
se iban. Ella elegía a los que se iban porque no sabía qué hacer con ella misma
si alguno se quedaba. Pero entonces lo vio y lo supo. Supo que él no iba a
irse. Supo que él no iba a dejarla ir. Supo que ella ya no iba a poder escapar,
porque no quería, porque lo quería, aunque temblara de miedo, aunque no supiera
cómo hacer para no ahuyentar al amor. Supo que a lo que tanto le temía era a
cerrarle la puerta a la imposibilidad, y con él comenzaban a abrirse todas las
ventanas que ella mantenía ocultas en su interior. ¡Temerle a una misma!, lo
decía y le parecía absurdo, pero qué era acaso el querer aplacar este estremecimiento
en su cuerpo, en sus entrañas y sobre todo, qué era esta desconfianza a
sostener la mirada por primera vez. ¡Temerle a vivir!, lo repetía y se le
erizaba la piel, pero qué era entonces este autoimpedirse sentir, querer, darse,
qué era esta necesidad de tener todo fríamente calculado. ¡Tanto temor!
¡Tanto dolor! ¡Tanto rechazar las caricias que la dejaban sin aliento! ¡Tanto
de irse y tan poco de quedarse! Entonces lo vio y lo supo, tan claramente, tan
en su oscuridad, era a él a quien le temía, o a ellos dos juntos, o a esta
posibilidad tan real de un nosotros a pesar de ella sola. Supo que él iba a
quedarse, que ella ya no huiría, que no había estrategias ni fórmulas ni manual
de instrucciones que le aseguraran una vida sin riesgos ni heridas ni teléfonos
que no volvieran a sonar. Supo que no quería seguir preservándose de sentir,
que no podía seguir escondiéndose, porque de aquella transparencia inocultable
nacía esta forma tan misteriosa de quererlo. Y supo que ahora, o por fin, eran
sólo ella y él, él y ella, frente a frente, desnudos, expuestos, vivos,
íntimamente vulnerables.
Genial!
ResponderBorrarMe encanta tu clara mirada, tu corazón palpitante.
Esta posibilidad de ser feliz en tus palabras.