domingo, 27 de septiembre de 2015

Dejar ir (se)

Se había acostumbrado a verlas partir, reviviendo ese ritual cadadosportres: se quedaba parado como detenido en ese instante en que lo irremediable sucede: ellas lo dejaban o, más bien, él se encargaba de dejarse dejar. Las miraba irse y no se movía hasta que ese-punto-que-era-cualquiera-de-ellas desaparecía para siempre. Y en esa cómoda manera de amar sin amar estaba, cuando la conoció. Por primera vez en su vida sintió que se encontraba frente a una mujer a la que no quería perder de vista. A la que no quería perder. A la que no quería quitarle los ojos de encima. A la que no quería quitarse de encima. A la que quería quitarle las dudas y las ropas. A la que quería.
Y la amó en cuartos de hotel, en bancos de plaza, en viejas carreteras. La amó debajo de las sábanas y sobre la mesa. La amó en sus sueños y al despertar. La amó con cada partícula de su cuerpo y en cada rincón de sus pensamientos. La amó con esa incómoda manera de amar amando.
Pero una mañana, cuando abrió los ojos, notó que ella continuaba a su lado, perdurando a pesar del maldito transcurrir de los relojes. Maldita la hora. Maldita la costumbre. Maldita permanencia. Maldito miedo. Maldito dolor en el pecho. Maldito nudo en el estómago. Maldita forma de amar que nos vuelve tan vulnerables. Y se desperezó ¿desesperó? preguntándose qué hacía ella todavía ahí, preguntándole qué hacía ella todavía ahí. Y ella no pudo hablar, porque esa mirada le disparó a quemarropa, porque sabía que él no buscaba una respuesta que lo convenciera, porque tenía la certeza de que él le estaba exigiendo que se fuera. Esa mirada penetrante. Ese silencio ensordecedor. Ese adiós impronunciable. Ese dejar ir (se) del que se queda. Ese no volver de la que se va.
Y otra vez el ritual que se repetía. Pero esta vez, estando ahí parado, inmovilizado, mirándola alejarse, él descubría que la vida, su vida, se había visto reducida a un sinfín de despedidas, de adioses, de hasta luego, de nos vemos pronto, de si te he visto no me acuerdo, de portazos que lo dejaban boquiabierto sin poder pronunciar palabra. Y siempre (o por primera vez) lo invadía el mismo deseo de rebelarse y gritar: “¡no te vayas! ¡quedate conmigo! ¡no me dejes!” Pero no se rebelaba. No gritaba. Se quedaba solo. Otra vez solo, deseándola, sin-hacer-nada-para-traerla-de-vuelta.