Esa noche, mientras hablaban, comprendió
que él la había perdido por cansancio: ya no le bastaban sus excusas frente a
las recurrentes llegadas tarde o a las faltas sin aviso, ya no le servía
irrumpir en su vida y que él no lo notara, ya no soportaba mendigarle atención,
ya no quería seguir analizando sus olvidos frecuentes, ya no tenía ganas de
excusarlo por todo, ya no deseaba seguir sintiendo ese gusto a poco en la boca
cada vez que él se iba sin despedirse. Entonces, cuando sus palabras dejaron de
retumbar dentro suyo, cuando su indiferencia transmutó en un mal sueño de esos
de los que, por fortuna, una despierta tarde o temprano, se sintió aliviada...
la alivió saber que sólo él perdía, que era él quien se quedaba sin un futuro
juntos, que era él quien añoraría su presencia, que era él quien se iba a
lamentar por no tenerla más en su vida. Sólo él perdía, ella no. Ella no tenía
nada que perder, porque aún cuando sintió que se le anudaba el estómago, esa
noche, mientras hablaban, comprendió que no podía perder nada que no hubiera
tenido antes.
- Dejarme ir, eso debería hacer, despertarme una mañana y tomar la
sabia decisión de alejarme... hacer que ya no duela, que la espera no se
convierta en el centro de mi vida, que su presencia no sea lo único
importante... hacer que se vaya, que deje de ilusionarme con promesas que nunca
llegarán a cumplirse, que renuncie a mentirme en la cara, que deje de usar las
palabras como si no tuvieran valor... prohibirle la entrada, no permitir que
siga yendo y viniendo por mi vida como si fuese el dueño, sacarle la llave,
cambiar la cerradura, impedir que vuelva... no recibirlo a la madrugada, no
dejarlo que deshaga lo andado, no cambiar de opinión ni dejar que me convenza
con sólo decirme "hola". Decirle que se vaya, pedirle que no vuelva,
prohibirle el acceso a mi vida.
Cuando colgó el teléfono, él se
le filtró en todos sus pensamientos: era un constante rememorar lo vivido (¡cuán
poco habían vivido!), un contabilizar el tiempo transcurrido (tantos años
esperando a que él se decidiera, tantos meses de ausencia, tantos días tachados
en el calendario, tantas horas ansiando encontrarlo, tantos minutos aguardando
una respuesta); era imaginarse futuros encuentros (aunque tuviera la certeza de
que los des-encuentros eran los únicos encuentros posibles entre ellos); era
odiarlo con los ojos, con la boca, con las entrañas, era la imposibilidad de
conciliar el sueño por miedo a cerrar los ojos y que allí también la rechazara.
- ¿Por qué insisto? ¿Qué quiero conseguir de él? ¿Por qué lo sigo
buscando si él no quiere que lo encuentre? Esta vez es definitivo: se acabó, no
lo sigo más, me cansé, no quiero más de esto, yo valgo más que esta espera
ilimitada frente a su falta de decisión, yo quiero otra cosa. Me aburrió, me
hartó, me sacó de quicio, me quitó las fuerzas, me dejó sin energías. Si estas
son las reglas, yo abandono el juego. Ya no quiero que siga jugando conmigo.
El sueño por fin la venció y él
se esfumó de sus ojos como solía hacerlo siempre que ella se le acercaba o le
proponía una forma nueva de amar. Él huía, salía corriendo, se hacía el
desentendido, evitaba responderle, se alejaba sin volver la vista atrás, la
despreciaba, la volvía insignificante, le demostraba indiferencia, la hacía
sentir sola. Él se comportaba de un modo arrogante y ella no podía comprender por
qué se le hacía tan difícil, casi imposible, lograr que ese amor se consumara
al menos en sus sueños.
- Nunca voy a conseguir que se enamore de mí, que se estremezca con
sólo escuchar mi voz, que vibre al mínimo roce mío, que se le ilumine la cara
al verme, que se le corte la respiración cuando estemos tan cerca que el beso
se torne inevitable y peligroso. ¿Qué hago mal para que no me quiera? ¿Qué
errores cometí que lo alejaron de mi lado? ¿Por qué me culpo? ¿Acaso algo de lo
que podría haber hecho modificaría el rumbo de nuestras vidas? No me quiere,
nunca me quiso, jamás va a quererme. Fin de la historia. Hora de abrir los ojos.
Esa mañana, al despertar, se
sintió morir. Tomar decisiones, muchas veces, nos hace sentir presos de dolor,
nos hace dudar de lo que sentimos, de lo que queremos, de lo que estamos
dispuestos a soportar. Ella estaba segura de todo lo que lo quería (aunque no
podía definir con exactitud cuánto amor cabía en ese todo). Estaba segura pero
no podía seguir esperando a que él lo notara, porque aunque él lo notara alguna
vez, ella sentía que nunca iba a elegirla. Y ella merecía más que eso, en
realidad, ella quería más que eso... Entonces lo decidió: a partir de esa mañana,
muerta de dolor (viva sin él), iba a olvidarlo.
- Dejar de pensar en él, dejar de buscarlo, no aparecer de improviso en
su vida. Dejar de aguardar su llamado, obligarme a dejar de quererlo. No
esperar nada de él, no hablarle más, soportar el silencio, no insistir para que
me quiera. Dejarlo ahora, antes de que sea demasiado tarde (¡creo que ya es
demasiado tarde!). Dejarlo ahora, entonces, sin más comentarios ni
especificaciones.
Comenzó por pronunciar su nombre
en voz alta, infinidad de veces hasta que perdiera sentido, hasta que no
tuviera significado para ella. Lo nombró a los gritos, entre llantos, a
carcajadas. Lo acompañó con insultos, con preguntas, con certezas. Lo llamó una
y otra vez, y se sintió atormentada: por más que hiciera el intento, ese nombre
no lograba causarle indiferencia. Y entonces sintió rabia, ira, desesperación,
decepción, un dolor en el pecho, una cama vacía, una habitación a oscuras, un
silencio, una imposibilidad de dejar de llorar, un corazón deshecho, un no
poder levantarse y nunca un olvido.
- Nombrarte hasta que dejes de dolerme en todo el cuerpo. Nombrarte
hasta derramar la última lágrima. Nombrarte hasta sacarte por completo de mi
mente. Nombrarte hasta que ya no me importes. Nombrarte hasta que seas sólo un
mal recuerdo. Nombrarte para dejar de pensarte. Nombrarte hasta exorcizarme de
esto que no fuimos, de lo que nunca llegaremos a ser. Nombrarte para no
quererte más o para quererte cada vez menos. Nombrarte una, dos, cien veces.
Nombrarte para ir borrando tu imagen de a poco, para que se vuelva difusa, para
que ya no me cuestione. Nombrarte sin estremecerme. Nombrarte sin que se me
nuble la vista. Nombrarte y que tus letras ya no me nombren.
Prosiguió el proceso hacia el
olvido recorriendo los lugares que le recordaban ese amor inconcluso, porque
creía que eso la ayudaría a disminuir el ritmo de los latidos de ese nombre que
aún retumbaba con tanta fuerza dentro suyo. Comenzó por el Café donde se
encontraron cuando apenas se conocían: se presentó a las cinco de la tarde y se
sentó en la misma mesa, pidió un cappuccino como aquella vez, rememoró los
diálogos, las miradas, las sonrisas, las interrupciones, el miedo a que él no
sintiera lo mismo, pidió la cuenta, pagó ella y se fue sin que nadie le abriera
la puerta para invitarla a salir. Siguió por aquel cine de barrio donde comenzó
a enamorarse de la pasión con la que él soñaba: eligió una película al azar, se
sentó en la primera butaca libre que encontró y esperó que sucediera el milagro
de dejarlo olvidado en medio de esa historia. Por último fue a la estación de
trenes: él ya no la aguardaba de espaldas mirando el andén, pero lo sentía tan
presente, tan ahí con ella que no pudo soportarlo y se largó a llorar
desconsolada, tan desconsolada que pensó que si no se dejaba ir de una buena
vez no sería capaz de correr el riesgo de emprender nuevos viajes. Fue así que
deseosa de confiar en que no por casualidad se encontraba en un lugar de partidas
(¿sería este su punto de partida?), secó sus lágrimas y subió al tren.
- Cada lugar me recuerda a vos y paradójicamente no son tantos los
sitios que te nombran: alguna calle, alguna esquina, algún bar, alguna sala de
cine, alguna estación, algún rincón de tu casa, algún libro en mi biblioteca, alguna
lágrima en mi almohada, algún abrazo en mis sueños, algún pensamiento que me
repetía que vos eras el único lugar donde yo quería estar... Y sin embargo, hay
dos lugares de los que aún no puedo arrancarte: mi cuerpo que no para de
llamarte, mis palabras que sólo hablan de vos. ¿Cuándo llegará el día en que ni
mi cuerpo ni mis palabras te pertenezcan? ¿Cuándo me sentiré libre de tu boca?
¿Cuándo estos sitios prescindirán de nosotros? ¿Cuándo te irás? ¿Cuándo me iré?
¿Cuándo dejarás de dolerme tanto?
Continuó los días empecinada en
sacarlo de su cabeza, en que no se le presentara sin permiso cuando estuviera
concentrada viendo una película, en que no se le filtrara en medio de una
canción. Hizo todo lo posible para borrarlo de su vida: quemó fotos, rompió los
papeles donde habitaban las palabras que sólo él había logrado inspirarle, tiró
a la basura todo aquello que se lo traía de vuelta. Persistió cada noche en
sacarlo de sus sueños y de sus insomnios, en no permitirle que se sintiera el
dueño de sus horas de vigilia. Le exigió que parara de aparecérsele en otros
hombres, que dejara de entrometerse en sus pensamientos, que ya no se asomara a
través de sus ojos. No quería verlo más, ni escucharlo, ni sentirlo. Quería que
se fuera de una buena vez, que se fuera para siempre, que se fuera para nunca.