No ser la elegida, eso le dolía,
no por una cuestión de amor propio, sino porque la hacía sentir en todo el
cuerpo las marcas de tanta falta de amor. No ser la elegida implicaba para ella
no reflejarse en los ojos de un otro porque no había otro que la mirara, no
sentir los latidos de otro porque no había otro que la abrazara, no confundirse
en la sonrisa de otro porque no había otro que la besara... O tal vez, si lo
había, no era el otro del que ella estaba enamorada, y entonces no le alcanzaba,
no le alcanzaba y le dolía. Y si le dolía era porque tanta falta de amor la
hacía sentir temblores que acompasaban el maldito tic tac del reloj y no la
dejaban dormir. Tanta falta de amor le generaba dificultades para respirar que
impedían que las lágrimas brotaran con naturalidad. Tanta falta de amor le
provocaba un fuerte dolor en el pecho, una puntada que la hacía sentir que se
le estaba resquebrajando el corazón. Tanta falta de amor le anudaba la garganta
ovillando decepciones, palabras retenidas en puestos de control, silencios
obligados a silenciarla. Tanta falta de amor la hacía sentir un peso en la
espalda que cargaba desilusiones, frases hirientes, encuentros no concretados,
llamadas en espera, ilusiones deshilachadas. Tanta falta de amor se traducía en
indiferencia, en desesperación, en una tristeza que ensombrecía su vida, que la
encerraba en sí misma y la volvía invisible otra vez.
No ser la elegida, eso le dolía,
y la iba desgarrando y endureciendo por dentro y por fuera, tornándose toscos
sus sentimientos pero también su mirada, y su postura, y su sonrisa humedecida.
No ser la elegida la hacía sentirse no querida, no deseada, no suficiente. No
ser la elegida la hacía sentirse despreciada, abandonada, poca cosa. Es que no
podía entender lo que pasaba, no entendía qué hacía mal para que nadie la
eligiera y no entendía por qué nadie o ninguno siempre se referían a él. No ser
elegida por él, eso era lo que la destrozaba, y que esa o cualquiera o todas las
que él sí quería nunca la incluyeran. No ser elegida por él y aún así
justificarlo por sus idas y venidas, por su confusa manera de estar sin estar,
por invitarla a jugarse la vida con él y después cambiarle las reglas para
hacerla sentir que perdía, que se perdía, que lo perdía. No ser elegida por él
y creerle, creerle aunque le ofreciera migajas de un sentimiento que no tenía
definición ni razón de ser y que sólo la hacían sentir insignificante y
desamparada. No ser elegida por él y seguir amándolo, amando a quien una mañana
la trataba como una completa desconocida y al día siguiente la despertaba y le endulzaba
el café con frases de amor, o tal vez no, tal vez ella sola lo endulzaba para
que la espera tuviera gusto a él aunque él nunca llegase, aunque la cita jamás
se concretara, aunque el azar no volviera a cruzarlos, aunque él siguiera sin
elegirla y ella muriera de ausencia.
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