Era como si en lugar de un corazón,
tuviese un puño estrujándole las palabras, los sueños, las lágrimas, haciéndole
añicos las esperanzas, los sentimientos... Tan cerrado, tan oprimiendo que no
podía abrirse, que parecía no poder liberar todo lo que desde su corta
existencia mantenía encarcelado ahí dentro... Dejar ir, soltar, decir, llorar, desanudar,
todo eso le había sido vedado en nombre de una fortaleza que ella no había
pedido, que no quería, que se le había adherido al cuerpo, endureciéndola y no
dejándola salir.
Era como si ese puño la
lastimara, la desgarrara y le impidiera amar. ¡Tanta presión! ¡Tanta prisión! Entonces
otra vez los miedos y el dolor que se madejaban, se mezclaban, se confundían
con esa soledad irreverente que no se iba, que era la única que verdaderamente
no la abandonaba. Y ella que odiaba sentirse así de sola, con esa soledad como
única compañía, con esa soledad como consuelo de quien sabe qué cosa. Y ella
que no quería más de ese tipo de consuelo que la hacía convencerse de que así
estaba bien, que se sufría menos, que vivir anestesiada era la clave para dejar
de sentirse tan vulnerable. Y ella que lo único que deseaba era despertarse de
ese estado de somnolencia.
Era como si por fin ese corazón se
transformara en una mano que lentamente se desperezaba, palma hacia arriba, todavía
temerosa pero dispuesta a entregarse a otro, a darse. A darse aún cuando
doliera, aún cuando el miedo la hiciera temblar, aún cuando el amor la inundara
de incertidumbres más que de certezas, porque de todos modos de qué le habían
servido tantas certezas más que para sumirla en ese profundo hermetismo. A
darse en palabras acalladas que ahora tomaban vuelo y eran gritadas, liberadas,
desenredadas. A darse en abrazos que derramaban lágrimas, que las hacían rodar
por sus mejillas para terminar en su boca, en esa boca que tejió silencios más
que besos, y que ahora besaba y decía.